El pescador solitario era un hombre de Dios. Un día tuvo la
audacia de pedir al Señor un signo de su presencia y de su compañía:
Señor, hazme ver que tu siempre estas conmigo.
Dame el don de experimentar que me amas; y el gozo de saber que
caminas conmigo…
Cuando reemprendía el camino que le conducía nuevamente a su
casa, observó con asombro que junto a las huellas de sus pies descalzos había
otras cercanas y visibles.
Mira le dijo el Señor, ahí tienes la prueba de que camino a tu
lado. Esas pisadas tan cercanas a las tuyas son las huellas de mis pies. Tú no
me has visto, pero yo caminaba a tu lado.
La alegría que tuvo fue inmensa. Pero no siempre fue así.
Vinieron días de tormenta y de frío. Caminaba taciturno por la playa. Volvió
sobre sus pasos y observó que, esta vez en la arena, sólo había huella de dos
pies descalzos.
Señor, has caminado conmigo cuando estaba alegre. Ahora que el
desánimo y el cansancio hacen mella en mi vida… me has dejado solo. ¿ Dónde
estas ahora?
Amigo…, cuando estabas bien, yo caminaba a tu lado. Pudiste ver
mis huellas en la arena…; ahora que
estas cansado y abatido, he preferido llevarte en mis brazos… las pisadas que
ves en la arena son las mías marcadas por el peso de tu propio cansancio.
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